jueves, 26 de junio de 2014

Tarántula.

Es pasada la medianoche y aun no puedo dormir. Afuera, el viento azota con furia inconsciente las ramas de los árboles contra la ventana de mi habitación. Hace ya más de una semana que no ha parado de llover, pero no es una lluvia cualquiera: en días no ha dejado de verterse la lluvia sobre la ciudad en la que he crecido. No puedo recordar cuándo fue la última vez que llovió con una intensidad parecida. O tal vez si...

Creo que fue en el cumpleaños número 12 de mi hermano mayor. Domingo, siete de la noche. La fiesta fue particularmente divertida, no recuerdo haber asistido a una fiesta semejante, pero a eso de las seis el viento empezó a soplar, y el cielo que mostraba una que otra nube de pronto se vio completamente abrigado por ellas. Media hora después una lluvia torrencial cayó sobre Pánuco aquel día, nos fuimos a casa de mi abuela materna para pasar a saludarlos antes de volver a casa (la fiesta había sido en la segunda casa de los abuelos a los que estábamos visitando), y lo que probablemente recuerde con mayor añoranza fue la sorpresa que me dio mi hermano: Me devolvió una máscara que yo le había regalado. Era de un hombre- lobo, pero brutal, distinta a cualquiera que hubiese visto. Mi papá me la trajo de regalo, pero se rompió con el tiempo. Entonces yo se la regalé a mi hermano así como estaba (es uno de los actos más detestables que recuerdo haber cometido), pero mi abuela la arregló con su máquina de coser, y la máscara quedó con una cicatriz que ligeramente deformaba su rostro y la hacía ver más aterradora. Por siempre me arrepentí de haberla regalado, y ahora él me la devolvía...

Aquella vez fue la última ocasión en que llovió tan fuerte como ahora, y creo que esta lluvia la ha superado con creces. Pero eso fue hace ya casi trece años. Ahora tengo veintidós, estoy acostado en mi cama sin poder conciliar el sueño (no debí tomarme ese café por la tarde), con un libro en mi regazo, tratando de cansar mi vista. Arrojé el libro a un lado de la cama y me puse a contemplar el techo de mi cuarto. Blanco, ahora un poco más sucio, casi color gris, puedo ver las motas de humedad donde el agua ha trasminado, pero sin escurrir. Entonces sitúo mi mirada hacia el interruptor que se encuentra frente a mi cama a unos tres metros, y ahí está: una tarántula.

Es grande, casi puedo asegurar que su cuerpo sin contar las patas es del tamaño de un plato para tomar el té. Puedo ver que sus patas son coloridas, de una tonalidad naranja cobriza, mientras que su cuerpo es negro pero, no, no es negro, un ligero movimiento de mi cabeza me permite vez que el reflejo de la luz le da un tono de azul cobalto, como las plumas de cuervo, o como el pelaje de una pantera. De más está decir que nunca había visto una araña con estos colores.

De todos los animales que pululan por este planeta, las arañas no me agradan mucho, no les temo, porque puedo agarrarlas con la mano mientras no sean muy grandes, pero las tarántulas son punto y aparte. El verlas me da escalofríos, creo que es debido a que son tan lentas, pero a la hora de atacar son letalmente rápidas, levantando sus patas delanteras en una pose atemorizante que dice: “Soy grande, soy mala, y sé que te doy miedo”.

La muy maldita está justo al lado del interruptor, no puedo levantarme a apagar la luz, y de todos modos hacerlo sería la peor idea que podría tomar dado el miedo que les tengo. Entonces me doy cuenta que mi miedo me tiene atrapado, porque la puerta de salida también está en esa dirección, justo al lado de la araña. Y no tengo nada a la mano para derribarla, nada que me sirva como un buen y sólido proyectil. Ahora mismo lamento no haber elegido leer una Biblia, no porque la fe me brindaría valor para salir, sino porque es un libro tan pesado que me permitiría aplastar a la maldita tarántula contra la pared, aunque tal vez después pagaría una condena peor al morir.

Me cubro bien el cuerpo con la sábana como un acto reflejo para protegerme contra los monstruos que, además de ser grandes, feos y hambrientos, también son imaginarios. Pero no importa, me hace sentir mejor, y ahora solo veo fijamente a este animal, esperando ver un indicio de movimiento, alejarse un poco más del marco pero no lo demasiado como para quedar oculta entre toda la basura que está en mi cuarto.

La estoy mirando fijamente, casi sin parpadear, y entonces mueve sus quelíceros de una forma que me enfría la piel, como frotándose las manos en un acto que denota malicia. Y parece que empezará a moverse pero, no, no lo hace, solo se mueve para quedar con sus patas delanteros apuntados hacia abajo. Y entonces me doy cuenta que también me está mirando, no puedo explicarlo pero lo sé, y no me gusta. Ella puede verme con seis ojos, yo solo con dos, ella puede ver más de lo que yo puedo, tal vez esos ojos extra le permitan ver más allá de mi cuerpo, más allá de mi alma, tal vez le permitan ver mi miedo.

Tonterías, el miedo me está empezando a dominar, casi como si cayera en su red. Pero es discutible si puedo o no puedo levantarme, lo que sí es definitivo es que debo salir de este cuarto, prefiero estar en un cuarto solo y oscuro que en uno iluminado con este animal. La tarántula comienza a moverse con un poco de agitación, como si algo estuviera dentro de su cuerpo. Sus patas se mueven con vehemencia, como si tiraran de ellas, hasta que empiezo a ver como se alargan y se tornan puntiagudas, perforadoras, y casi puedo entender a la pared, casi siento como hiende sus patas en su tez de cemento y maquillaje de pintura. Y ahora veo como sus colmillos asoman por debajo de su cabeza, como si los sacara y mostrara, presumiéndolos. Pero no, no es que estén asomando, se están alargando, poco a poco. A esta distancia podría decir que miden casi siete centímetros de largo cada uno.

Esto es estúpido, no puede estar pasando, porque las tarántulas no mutan, no se convierten en estas aberraciones, esto no es más que un juego mental que mi mente, mi estúpida mente trata de aplicar. Me siento traicionado, tantas veces que puse mi confianza en mi conocimiento, en mi entendimiento de la lógica para que al fin y al cabo ahora me dé la espalda y me muestre una realidad distorsionada, que me presente la imagen espeluznante de un animal que ahora se está convirtiendo en una pesadilla que se alimenta de moscas.

Entonces empiezo a escuchar un sonido extraño, suena viscoso, como de algo moviéndose entre la carne, algo reptando por salir. Miro a todos lados de la habitación, y al volver la vista al frente veo algo que me aterroriza: algo está saliendo de la espalda de la tarántula, pero no a través de su cuerpo, sino como... como si estuviese plegado y ahora se liberara. Empieza a tomar forma y...

Me cuesta trabajo ahogar el grito que se aloja en mi pecho, que lucha y se debate por trepar por mi garganta e irrumpir en la habitación. A la tarántula le han salido alas. Alas de insecto, con membranas rojas, parecidas a las de una libélula, pero de un color verde metalizado, como de escarabajo. Y entonces comienza a aletear, a generar ese zumbido que se provoca en el roce de las alas de los insectos, pero no me suena a un zumbido normal, suena casi metálico, como hojas de acero pulido que se rozan, que crean una fricción desagradable, que me resulta imposible de tolerar, unas alas de metal que no sacan chispas, pero que si están destrozando mis nervios con su férrea fricción.

Ya no me importa nada, la lluvia, el viento, los rayos que cruzan el cielo cual saetas de plasma, nada me importa, solo quiero salir de aquí, y ya no me importa, saldré corriendo de este cuarto tan rápido como pueda, es muy probable que la tarántula ni siquiera me preste atención. Pero en el fondo sé que eso no pasará. Y mientras trato de liberarme del agarre de mis sábanas empapadas de sudor, un rayo fragmenta el cielo, y entonces mi cuarto se queda a oscuras. Segundos después el trueno anuncia su llegada con un rugido que retumba entre los árboles. Tiemblo tan tenuemente, de forma tan rápida que casi siento correr la electricidad por mi piel, a punto de dispararse por la punta de mis dedos.


Sigo escuchando el aleteo metalizado, aun sigue allí, pero no puedo verla. De pronto, el aleteo aumenta de intensidad. Ya desplegó el vuelo...

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