viernes, 29 de noviembre de 2013

Umbral

Capítulo I

          Y ocurrió de nuevo que me vi llevado por Morfeo al paraje de los sueños, donde las ilusiones son tangibles y el peligro no lo es. Iba acompañado por mi primo y amigo Ricardo, aunque ignoro por qué me había acompañado, quién había propuesto ir a ese lugar, o siquiera en qué lugar estábamos. El lugar parecía un barrio de los suburbios americanos, calles de concreto, césped verde frente a las casas de madera pintadas de blanco y árboles cuya altura era tan incalculable como el largo de la calle en la que estábamos. Era de noche, así que no podíamos ver mucho, ora si por la penumbra ora si por la densa estela de niebla que flotaba a nuestros pies.


          Tocamos la puerta de una casa sin saber que esperar, no sabíamos quien abriría ni de qué humor estaría, pero lo hicimos con la sencillez de alguien que de antemano no solo sabe que está invitado a tocar, sino que incluso lo esperan. Mientras abrían la puerta pude observar un poco mejor los alrededores de la casa: como ya he dicho era blanca, de dos plantas, tenía ventanales muy grandes con cristales tan pulcros que casi parecían ausentes, en parte porque la luz de la luna estaba envuelta por nubes color acero. El césped era de un verde vivo, lo que me hace suponer que era verano, pues no veía ningún botón de rosa a punto de florecer ni tampoco ningún árbol con hojas secas cayendo y danzando a merced de la fresca brisa que se sentía. Esto me hacía preguntarme con más empeño dónde demonios estábamos, pues de donde provenimos ahora mismo es invierno. No había arbustos ni en ese jardín ni en ningún otro, todos los frentes verdes eran de la misma altura y del mismo color. En el aire flotaba también el aroma del césped recién cortado, fue entonces cuando vi a un lado de la casa, oculta entre las sombras, una podadora roja, lustrosa, con las cuchillas aún goteando savia verde, se regía como un Dios de la gasolina esperando a ser venerado por aquellos que esperan la cosecha.



          Finalmente escuchamos pasos acercándose a la puerta, nos paramos adecuadamente mientras oíamos el rechinar del suelo de madera al ceder ante los pasos de nuestro aún incógnito anfitrión. Cuando abrió la puerta de par en par, pudimos ver que era un hombre de mediana edad, de piel clara y pelo castaño, complexión media, vestido con unos pantalones de tela de una tonalidad verde opaco, con un suéter ligero café oscuro con rombos tejidos en blanco y pantuflas negras. Nos recibió con una sonrisa y dijo, dirigiéndose a mí:



          -Oh, “Señor X”, que bueno es tenerlo aquí finalmente. Por favor disculpe la tardanza, estábamos dando los detalles finales para recibirlo. Por favor pase.


          De más está decir que tanta amabilidad me sorprendió tanto a mí como a Ricardo, nos recibieron con la misma enjundia con que recibirían a un pariente lejano. La otra cosa que me tomó por sorpresa fue que se refiriera a mí como “Señor X”, yo solo soy un adulto joven de 20 años, es más, incluso parezco un crío de 14 años. Y mi nombre es Mizael.


Nuestro anfitrión, de quien no conocíamos aún su nombre, nos llevó en presencia del resto de su familia, conformada por su esposa (una bella mujer de cabello suelto y oscuro como el vacío, complexión delgada y vestida con un atuendo semejante al de su esposo que solo desvariaba en cuanto a la combinación de colores, siendo estos un poco más vivos y alegres), sus hijos (un varón, claramente mayor, y una niñita que aparentaba unos cinco años, ambos con cabello del mismo color que el padre y ataviados en pijamas con estampados de dibujos animados), todos muy sonrientes, tanto así que casi se sentía incómodo, tanto así que la línea que separaba esas sonrisas cálidas y sinceras de convertirse en sonrisas glaciales y calculadoras era muy, pero muy delgada. El hombre dijo:



          -Adivinen a quién me encontré en la puerta de entrada... ¡Al “Señor X”!

          -¡Hurra!- gritaron al unísono. Los rostros de los niños se iluminaron como se iluminan al ver a Santa Claus en el centro comercial. Su madre solo sonreía y veía a sus hijos con la satisfacción con que una madre ve a sus hijos emocionados por algo tan común para los adultos y tan mágico para los niños.

Aun no me quedaba en claro nada: por qué entramos a una casa que no conocíamos, por qué habíamos sido recibidos en la susodicha casa como si ya nos estuvieran esperando, por qué los niños y los padres se veían tan ansiosos y felices por recibirnos, y más importante aún, por qué habíamos ido a parar a ese barrio tan tranquilo y a su vez tan inquietante.

          -Paul, por favor, no seas descortés con el acompañante del “Señor X”, ni siquiera has reparado mucho en él- dijo la mujer finalmente-.

          -Oh, es verdad Sonia. Por favor disculpe mis pésimos modales, señor...

          -Ricardo. Puede decirme Rix.


          -Oh, pero que sencillez tan galante tiene su acompañante, “Señor X”- dijo Paul después de lanzar una sincera carcajada de alegría.


          Estaba a punto de decirles que mi nombre real era Mizael, pero lo vi como un caso perdido, como contemplas la situación al discutir con alguien que enardecidamente defiende su punto de vista, aún cuando este ya ha quedado anulado. Simplemente te das cuenta que no tiene caso decir nada.

          -Bueno, creo que es mejor que los niños se vayan a acostar- dijo Sonia- Apenas al oír “...que los niños se vayan a...” estos empezaron a protestar ruidosamente- Niños, ya es muy tarde, recuerden que acordamos que podían esperar la llegada del “Señor X”, pero mañana podrán conversar con él, hoy tenemos que aclarar algunos asuntos con él.

          -Muy bien, Kal- El, Cheshire, vayan a sus cuartos ahora mismo. Más tarde su madre subirá a contarles un cuento- Esto último los hizo cambiar un poco de humor y, tras despedirse de mí y de Ricardo, ambos subieron las escaleras brincando y cantando.

          Podría haberme enfocado en los niños subiendo tan alegremente, o en consultar algún reloj a la vista para saber que tan tarde era. Pero no podía enfocarme en nada después de escuchar los nombres de sus hijos. Uno escucha de casos así en la televisión o incluso en el diario, pero siempre ocurren en lugares lejanos y uno nunca espera que le toque presenciar algo así. Después de que se me pasó la sorpresa, les dije a ambos:

          -Vaya pintorescos nombres que tienen sus hijos. Supongo que usted debe ser gran fanático de Superman- dirigiéndome a Paul- y usted de Lewis Carroll- ahora hacía Sonia.

          -Oh no, yo ni siquiera conocía a Superman hasta que mi hijo me habló de él, y mi esposa nunca había escuchado del Gato de Cheshire hasta que nuestra hijita nos platicó de él y de lo mucho que le gustaba ese personaje.

          -No entiendo, ¿Es que acaso les pusieron esos nombres a sus hijos hasta que empezaron a hablar?- preguntó Ricardo, que hasta entonces se había mantenido a raya de la conversación.

          -No, nada parecido, eso sería descabellado. Ellos nos dijeron que querían llamarse así incluso antes de que nacieran.

          Ambos nos quedamos mudos, y a pesar de lo cálido que era aquella casa, pude sentir como un escalofrío me subía por la espalda.