Capítulo I
Y ocurrió de nuevo que me vi
llevado por Morfeo al paraje de los sueños, donde las ilusiones son tangibles y
el peligro no lo es. Iba acompañado por mi primo y amigo Ricardo, aunque ignoro
por qué me había acompañado, quién había propuesto ir a ese lugar, o siquiera
en qué lugar estábamos. El lugar parecía un barrio de los suburbios americanos,
calles de concreto, césped verde frente a las casas de madera pintadas de
blanco y árboles cuya altura era tan incalculable como el largo de la calle en
la que estábamos. Era de noche, así que no podíamos ver mucho, ora si por la
penumbra ora si por la densa estela de niebla que flotaba a nuestros pies.
Tocamos la puerta de una casa
sin saber que esperar, no sabíamos quien abriría ni de qué humor estaría, pero
lo hicimos con la sencillez de alguien que de antemano no solo sabe que está
invitado a tocar, sino que incluso lo esperan. Mientras abrían la puerta pude
observar un poco mejor los alrededores de la casa: como ya he dicho era blanca,
de dos plantas, tenía ventanales muy grandes con cristales tan pulcros que casi
parecían ausentes, en parte porque la luz de la luna estaba envuelta por nubes
color acero. El césped era de un verde vivo, lo que me hace suponer que era
verano, pues no veía ningún botón de rosa a punto de florecer ni tampoco ningún
árbol con hojas secas cayendo y danzando a merced de la fresca brisa que se
sentía. Esto me hacía preguntarme con más empeño dónde demonios estábamos, pues
de donde provenimos ahora mismo es invierno. No había arbustos ni en ese jardín
ni en ningún otro, todos los frentes verdes eran de la misma altura y del mismo
color. En el aire flotaba también el aroma del césped recién cortado, fue
entonces cuando vi a un lado de la casa, oculta entre las sombras, una podadora
roja, lustrosa, con las cuchillas aún goteando savia verde, se regía como un
Dios de la gasolina esperando a ser venerado por aquellos que esperan la
cosecha.
Finalmente escuchamos pasos
acercándose a la puerta, nos paramos adecuadamente mientras oíamos el rechinar
del suelo de madera al ceder ante los pasos de nuestro aún incógnito anfitrión.
Cuando abrió la puerta de par en par, pudimos ver que era un hombre de mediana
edad, de piel clara y pelo castaño, complexión media, vestido con unos
pantalones de tela de una tonalidad verde opaco, con un suéter ligero café
oscuro con rombos tejidos en blanco y pantuflas negras. Nos recibió con una
sonrisa y dijo, dirigiéndose a mí:
-Oh, “Señor X”, que bueno es
tenerlo aquí finalmente. Por favor disculpe la tardanza, estábamos dando los
detalles finales para recibirlo. Por favor pase.
De más está decir que tanta
amabilidad me sorprendió tanto a mí como a Ricardo, nos recibieron con la misma
enjundia con que recibirían a un pariente lejano. La otra cosa que me tomó por
sorpresa fue que se refiriera a mí como “Señor X”, yo solo soy un adulto joven
de 20 años, es más, incluso parezco un crío de 14 años. Y mi nombre es Mizael.
Nuestro anfitrión, de quien no conocíamos aún su nombre, nos llevó en presencia
del resto de su familia, conformada por su esposa (una bella mujer de cabello
suelto y oscuro como el vacío, complexión delgada y vestida con un atuendo
semejante al de su esposo que solo desvariaba en cuanto a la combinación de
colores, siendo estos un poco más vivos y alegres), sus hijos (un varón,
claramente mayor, y una niñita que aparentaba unos cinco años, ambos con
cabello del mismo color que el padre y ataviados en pijamas con estampados de
dibujos animados), todos muy sonrientes, tanto así que casi se sentía incómodo,
tanto así que la línea que separaba esas sonrisas cálidas y sinceras de
convertirse en sonrisas glaciales y calculadoras era muy, pero muy delgada. El
hombre dijo:
-Adivinen a quién me
encontré en la puerta de entrada... ¡Al “Señor X”!
-¡Hurra!- gritaron al unísono.
Los rostros de los niños se iluminaron como se iluminan al ver a Santa Claus en
el centro comercial. Su madre solo sonreía y veía a sus hijos con la
satisfacción con que una madre ve a sus hijos emocionados por algo tan común
para los adultos y tan mágico para los niños.
Aun no me quedaba en claro nada: por qué entramos a una casa que no
conocíamos, por qué habíamos sido recibidos en la susodicha casa como si ya nos estuvieran esperando, por qué los niños y los padres se veían tan ansiosos y felices por
recibirnos, y más importante aún, por qué habíamos ido a parar a ese barrio tan
tranquilo y a su vez tan inquietante.
-Paul, por favor, no seas
descortés con el acompañante del “Señor X”, ni siquiera has reparado mucho en
él- dijo la mujer finalmente-.
-Oh, es verdad Sonia. Por
favor disculpe mis pésimos modales, señor...
-Ricardo. Puede decirme
Rix.
-Oh, pero que sencillez tan
galante tiene su acompañante, “Señor X”- dijo Paul después de lanzar una
sincera carcajada de alegría.
Estaba a punto de decirles
que mi nombre real era Mizael, pero lo vi como un caso perdido, como contemplas
la situación al discutir con alguien que enardecidamente defiende su punto de
vista, aún cuando este ya ha quedado anulado. Simplemente te das cuenta que no
tiene caso decir nada.
-Bueno, creo que es mejor
que los niños se vayan a acostar- dijo Sonia- Apenas al oír “...que los niños
se vayan a...” estos empezaron a protestar ruidosamente- Niños, ya es muy
tarde, recuerden que acordamos que podían esperar la llegada del “Señor X”,
pero mañana podrán conversar con él, hoy tenemos que aclarar algunos asuntos
con él.
-Muy bien, Kal- El,
Cheshire, vayan a sus cuartos ahora mismo. Más tarde su madre subirá a
contarles un cuento- Esto último los hizo cambiar un poco de humor y, tras
despedirse de mí y de Ricardo, ambos subieron las escaleras brincando y
cantando.
Podría haberme enfocado en
los niños subiendo tan alegremente, o en consultar algún reloj a la vista para
saber que tan tarde era. Pero no podía enfocarme en nada después de escuchar
los nombres de sus hijos. Uno escucha de casos así en la televisión o incluso
en el diario, pero siempre ocurren en lugares lejanos y uno nunca espera que le
toque presenciar algo así. Después de que se me pasó la sorpresa, les dije a
ambos:
-Vaya pintorescos nombres
que tienen sus hijos. Supongo que usted debe ser gran fanático de Superman- dirigiéndome
a Paul- y usted de Lewis Carroll- ahora hacía Sonia.
-Oh no, yo ni siquiera
conocía a Superman hasta que mi hijo me habló de él, y mi esposa nunca había
escuchado del Gato de Cheshire hasta que nuestra hijita nos platicó de él y de
lo mucho que le gustaba ese personaje.
-No entiendo, ¿Es que acaso
les pusieron esos nombres a sus hijos hasta que empezaron a hablar?- preguntó
Ricardo, que hasta entonces se había mantenido a raya de la conversación.
-No, nada parecido, eso
sería descabellado. Ellos nos dijeron que querían llamarse así incluso antes de
que nacieran.
Ambos nos quedamos mudos, y
a pesar de lo cálido que era aquella casa, pude sentir como un escalofrío me
subía por la espalda.