Tarántula.
Es pasada la medianoche y aun no puedo dormir. Afuera, el viento azota con
furia inconsciente las ramas de los árboles contra la ventana de mi habitación.
Hace ya más de una semana que no ha parado de llover, pero no es una lluvia
cualquiera: en días no ha dejado de verterse la lluvia sobre la ciudad en la
que he crecido. No puedo recordar cuándo fue la última vez que llovió con una
intensidad parecida. O tal vez si...
Creo que fue en el cumpleaños número 12 de mi hermano mayor. Domingo, siete
de la noche. La fiesta fue particularmente divertida, no recuerdo haber asistido
a una fiesta semejante, pero a eso de las seis el viento empezó a soplar, y el
cielo que mostraba una que otra nube de pronto se vio completamente abrigado
por ellas. Media hora después una lluvia torrencial cayó sobre Pánuco aquel
día, nos fuimos a casa de mi abuela materna para pasar a saludarlos antes de
volver a casa (la fiesta había sido en la segunda casa de los abuelos a los que
estábamos visitando), y lo que probablemente recuerde con mayor añoranza fue la
sorpresa que me dio mi hermano: Me devolvió una máscara que yo le había
regalado. Era de un hombre- lobo, pero brutal, distinta a cualquiera que
hubiese visto. Mi papá me la trajo de regalo, pero se rompió con el tiempo.
Entonces yo se la regalé a mi hermano así como estaba (es uno de los actos más
detestables que recuerdo haber cometido), pero mi abuela la arregló con su máquina
de coser, y la máscara quedó con una cicatriz que ligeramente deformaba su
rostro y la hacía ver más aterradora. Por siempre me arrepentí de haberla
regalado, y ahora él me la devolvía...
Aquella vez fue la última ocasión en que llovió tan fuerte como ahora, y
creo que esta lluvia la ha superado con creces. Pero eso fue hace ya casi trece
años. Ahora tengo veintidós, estoy acostado en mi cama sin poder conciliar el
sueño (no debí tomarme ese café por la tarde), con un libro en mi regazo,
tratando de cansar mi vista. Arrojé el libro a un lado de la cama y me puse a
contemplar el techo de mi cuarto. Blanco, ahora un poco más sucio, casi color
gris, puedo ver las motas de humedad donde el agua ha trasminado, pero sin
escurrir. Entonces sitúo mi mirada hacia el interruptor que se encuentra frente
a mi cama a unos tres metros, y ahí está: una tarántula.
Es grande, casi puedo asegurar que su cuerpo sin contar las patas es del
tamaño de un plato para tomar el té. Puedo ver que sus patas son coloridas, de
una tonalidad naranja cobriza, mientras que su cuerpo es negro pero, no, no es
negro, un ligero movimiento de mi cabeza me permite vez que el reflejo de la
luz le da un tono de azul cobalto, como las plumas de cuervo, o como el pelaje
de una pantera. De más está decir que nunca había visto una araña con estos
colores.
De todos los animales que pululan por este planeta, las arañas no me agradan
mucho, no les temo, porque puedo agarrarlas con la mano mientras no sean muy
grandes, pero las tarántulas son punto y aparte. El verlas me da escalofríos,
creo que es debido a que son tan lentas, pero a la hora de atacar son letalmente
rápidas, levantando sus patas delanteras en una pose atemorizante que dice: “Soy
grande, soy mala, y sé que te doy miedo”.
La muy maldita está justo al lado del interruptor, no puedo levantarme a
apagar la luz, y de todos modos hacerlo sería la peor idea que podría tomar
dado el miedo que les tengo. Entonces me doy cuenta que mi miedo me tiene
atrapado, porque la puerta de salida también está en esa dirección, justo al
lado de la araña. Y no tengo nada a la mano para derribarla, nada que me sirva
como un buen y sólido proyectil. Ahora mismo lamento no haber elegido leer una
Biblia, no porque la fe me brindaría valor para salir, sino porque es un libro
tan pesado que me permitiría aplastar a la maldita tarántula contra la pared,
aunque tal vez después pagaría una condena peor al morir.
Me cubro bien el cuerpo con la sábana como un acto reflejo para protegerme
contra los monstruos que, además de ser grandes, feos y hambrientos, también
son imaginarios. Pero no importa, me hace sentir mejor, y ahora solo veo
fijamente a este animal, esperando ver un indicio de movimiento, alejarse un
poco más del marco pero no lo demasiado como para quedar oculta entre toda la
basura que está en mi cuarto.
La estoy mirando fijamente, casi sin parpadear, y entonces mueve sus
quelíceros de una forma que me enfría la piel, como frotándose las manos en un
acto que denota malicia. Y parece que empezará a moverse pero, no, no lo hace,
solo se mueve para quedar con sus patas delanteros apuntados hacia abajo. Y
entonces me doy cuenta que también me está mirando, no puedo explicarlo pero lo
sé, y no me gusta. Ella puede verme con seis ojos, yo solo con dos, ella puede
ver más de lo que yo puedo, tal vez esos ojos extra le permitan ver más allá de
mi cuerpo, más allá de mi alma, tal vez le permitan ver mi miedo.
Tonterías, el miedo me está empezando a dominar, casi como si cayera en su
red. Pero es discutible si puedo o no puedo levantarme, lo que sí es definitivo
es que debo salir de este cuarto, prefiero estar en un cuarto solo y oscuro que
en uno iluminado con este animal. La tarántula comienza a moverse con un poco
de agitación, como si algo estuviera dentro de su cuerpo. Sus patas se mueven
con vehemencia, como si tiraran de ellas, hasta que empiezo a ver como se
alargan y se tornan puntiagudas, perforadoras, y casi puedo entender a la
pared, casi siento como hiende sus patas en su tez de cemento y maquillaje de
pintura. Y ahora veo como sus colmillos asoman por debajo de su cabeza, como si
los sacara y mostrara, presumiéndolos. Pero no, no es que estén asomando, se
están alargando, poco a poco. A esta distancia podría decir que miden casi
siete centímetros de largo cada uno.
Esto es estúpido, no puede estar pasando, porque las tarántulas no mutan,
no se convierten en estas aberraciones, esto no es más que un juego mental que
mi mente, mi estúpida mente trata de aplicar. Me siento traicionado, tantas
veces que puse mi confianza en mi conocimiento, en mi entendimiento de la
lógica para que al fin y al cabo ahora me dé la espalda y me muestre una
realidad distorsionada, que me presente la imagen espeluznante de un animal que
ahora se está convirtiendo en una pesadilla que se alimenta de moscas.
Entonces empiezo a escuchar un sonido extraño, suena viscoso, como de algo moviéndose
entre la carne, algo reptando por salir. Miro a todos lados de la habitación, y
al volver la vista al frente veo algo que me aterroriza: algo está saliendo de
la espalda de la tarántula, pero no a través de su cuerpo, sino como... como si
estuviese plegado y ahora se liberara. Empieza a tomar forma y...
Me cuesta trabajo ahogar el grito que se aloja en mi pecho, que lucha y se
debate por trepar por mi garganta e irrumpir en la habitación. A la tarántula
le han salido alas. Alas de insecto, con membranas rojas, parecidas a las de
una libélula, pero de un color verde metalizado, como de escarabajo. Y entonces
comienza a aletear, a generar ese zumbido que se provoca en el roce de las alas
de los insectos, pero no me suena a un zumbido normal, suena casi metálico,
como hojas de acero pulido que se rozan, que crean una fricción desagradable,
que me resulta imposible de tolerar, unas alas de metal que no sacan chispas,
pero que si están destrozando mis nervios con su férrea fricción.
Ya no me importa nada, la lluvia, el viento, los rayos que cruzan el cielo
cual saetas de plasma, nada me importa, solo quiero salir de aquí, y ya no me
importa, saldré corriendo de este cuarto tan rápido como pueda, es muy probable
que la tarántula ni siquiera me preste atención. Pero en el fondo sé que eso no
pasará. Y mientras trato de liberarme del agarre de mis sábanas empapadas de
sudor, un rayo fragmenta el cielo, y entonces mi cuarto se queda a oscuras.
Segundos después el trueno anuncia su llegada con un rugido que retumba entre
los árboles. Tiemblo tan tenuemente, de forma tan rápida que casi siento correr
la electricidad por mi piel, a punto de dispararse por la punta de mis dedos.
Sigo escuchando el aleteo metalizado, aun sigue allí, pero no puedo verla.
De pronto, el aleteo aumenta de intensidad. Ya desplegó el vuelo...